El embrujo del Rif

Sinopsis
Primer capítulo
Mapas del Rif
Librerias


SINOPSIS

El embrujo del Rif

Una historia de amor en la guerra de África

El día de su decimotercer cumpleaños, Javier, el único hijo de una familia burguesa malagueña, paseaba por el Campo Grande de Valladolid, abstraído por el embrujo de una espléndida mañana, cuando encontró a Elena, una madrileña de doce años, y se enamoró nada más verla. Fue un sentimiento arrollador que desorganizó su cómoda existencia. Estuvieron tres días juntos y la niña desapareció. Sólo sabía de ella que su padre era militar de caballería.

Al terminar el bachillerato, Javier, impulsado por el amor de su adolescencia, ingresó en la Academia de Caballería contra el criterio de su familia. No conocía otra forma de buscarla. Al licenciarse con el grado de alférez, su padre consiguió que lo destinaran a Málaga y, gracias a sus sobornos, ascendió a teniente y posteriormente a capitán sin apenas dedicarse a los asuntos castrenses.

Javier se incorporó a la empresa familiar. Su dinamismo y audacia impulsaron los negocios. Trabajaba mucho y también se divertía. Disfrutaba plenamente de la vida cuando la suerte le jugó una mala pasada. Las Juntas Militares consiguieron que los méritos de guerra dejaran de utilizarse para ascender en el ejército, lo que ocasionó que muchos oficiales veteranos abandonaran la guerra de África, ya que no ganaban nada arriesgando la vida en los combates contra los moros. La carencia de oficiales se tuvo que suplir con los que, como Javier, vivían alejados de la guerra sin ningún interés en conseguir la gloria, y en mayo de 1920 fue destinado al Regimiento de Cazadores de Alcántara, 14 de caballería, acuartelado en Melilla.

Javier pensaba que Melilla sería una ciudad aburrida y se llevó una gran sorpresa al ver que era todo lo contrario. Había una juerga permanente plagada de putas, borracheras y juego. España invertía una fortuna en la conquista del norte de Marruecos, y ese dinero terminaba, por regla general, en los bolsillos de unos cuantos bribones que lo derrochaban a manos llenas.

A pesar de sus reparos iniciales, se integró enseguida en la sociedad melillense y, con el regimiento de Alcántara, participó en los principales episodios de la guerra del Rif.


Septiembre 1909

El día que cumplió trece años, Javier, como todas las mañanas, recorría las calles de Valladolid en dirección al Campo Grande. Era un día especialmente cálido y luminoso. Los anteriores habían sido buenos, pero la claridad de esa mañana era extraordinaria. El aire parecía cargado de electricidad y era tan denso que casi se podía palpar. Sentía un sorprendente bienestar y quería correr y gritar de gozo. No recordaba haber experimentado nada similar.

Habían ido a Valladolid a pasar el mes de septiembre con la familia de su padre. Era un viaje que hacían todos los años y siempre lo esperaba con ilusión; sin embargo, ese verano estaba resultando algo aburrido. Le agradaba la compañía de sus tíos, pero echaba en falta amigos de su edad.

Por las mañanas no tenía obligaciones y se dedicaba a recorrer la ciudad. La ribera del Pisuerga y el Campo Grande eran sus lugares favoritos. La casa de su abuela estaba situada en calle Solanilla, frente a la Iglesia de la Antigua, y, ahí, comenzaba y terminaba su paseo diario. Como le sobraba tiempo, no tenía prisa ni tampoco un rumbo definido. Visitaba los parajes que más le gustaban, pero los itinerarios eran muy aleatorios.

Al entrar en el Campo Grande sintió como penetraba en él la energía del aire tranquilo de la mañana. La sombra de los árboles y una suave brisa hacían muy agradable el paseo. Percibió una fragancia que recordaba de otro tiempo, un aroma de mil flores que lo embriagó y le hizo imaginar lugares perdidos y maravillosos. Buscó su origen en aquellos jardines, pero no consiguió encontrarlo.

Javier visitaba el parque desde muy pequeño; para él, escondía un encanto especial, aunque ya no creyera las mágicas historias que le contaban en las noches de verano. Según su tío César, el Campo Grande tenía forma triangular porque era una puerta para la energía del planeta. Contaba que existían antiquísimas leyendas sobre druidas celtas asentados en la zona que manejaban fuerzas extraordinarias, y que, durante la Edad Media, fue conocido como «Campo de la Verdad» porque se dirimían allí los duelos de honor y Dios otorgaba la victoria a los contendientes que llevaban la razón. También afirmaba, posiblemente para tomarle el pelo, que los iniciados diseñaron el Campo Grande enmarcando el poderoso triángulo original dentro de una valla de hierro y piedra para que la energía no escapase y destruyera la ciudad.

Era jueves; había poca gente en el Paseo Central. Por la tarde, en cambio, las criadas y sus novios soldados lo llenarían con su agradable bullicio habitual.

Salió del Paseo Central hacia el estanque. Quería comprar barquillos. Nada más llegar a la plazoleta advirtió que esa mañana era diferente. Todo parecía igual que los demás días: la barca se alejaba del muelle con un grupo de niños a bordo escuchando con atención el cuento que narraba el barquero; sus padres los saludaban con la mano desde la ribera; la gente echaba migas de pan a los cisnes… pero sentía algo especial.

Las chiquillas querían barquillos y la institutriz ofrecía retrasar la compra hasta que llegaran sus padres. Javier supuso que no tendría dinero. Espiaba con disimulo al grupo cuando vio a otra niña en el borde del estanque. Era bella; excelsamente bella. Llevaba un vestido verde en el que se anunciaban tímidamente los pechos. El cabello castaño rubio, con finos mechones de pelo rubio, rubio, le llegaba hasta la cintura. Se movía con una gracia extraordinaria. Cada paso que daba en la orilla, para que los cisnes comieran en su mano, era adorable. Su vestido, al levantarse, permitía adivinar unas piernas esbeltas y hermosas. A través de su piel brotaba el esplendor de su alma. Ella habría iluminado la más oscura mañana

La chica abandonó el estanque y caminó hacia ellos. Sus ojos, de un intenso fulgor verde, se posaron en él un instante. Después, igual que si hubiera contemplado a un insignificante insecto, desvió la mirada hacia sus hermanas.

La institutriz se quejó de la insistencia de las niñas con los barquillos. Javier no era muy atrevido con las chicas, se llevaba bien con sus primas y hablaba con las hermanas de algunos amigos, pero entablar conversación con desconocidas era insólito para él. Sin embargo, sacó todas las monedas de sus bolsillos, compró quince barquillos y se dirigió al grupo:

—Escuché, sin querer, su conversación. Me sentiría muy complacido si aceptaran estos barquillos.

—No pueden recibir regalos de personas que no conozcan —las previno la institutriz—. Lo siento, señor. Los padres de las señoritas no desean que se relacionen con extraños. —Hablaba bien castellano, aunque con marcado acento francés.

La niña más pequeña cogió un barquillo.

—¡Señorita Cristina! ¡Devuelva el barquillo al señor!

Cristina ya había arrancado un buen trozo de un mordisco. La hermana, sonriendo, cogió otro. Como ya estaba más educada, le dio las gracias a Javier por su amabilidad.

—¡Señorita María Teresa! ¡Por favor! Usted ya es mayor. Sabe muy bien que sus padres lo han prohibido.

Cristina cogió otro barquillo, y Javier los ofreció a la bonita hermana mayor.

—¿Quiere usted también? —le preguntó con timidez.

La adolescente sonrió burlona y, sin pensarlo mucho, alargó la mano y tomó uno.

—¡Señorita Elena! ¿Le parece bien el ejemplo que ofrece a sus hermanas?

—¡Anne Marie! No es un desconocido. Es compañero de colegio de mis primos. Lo conocemos desde hace años.

A Javier le encantó que la chica mintiera para apoyarle. Supuso que también quería conocerlo. Enseguida recordó las normas de cortesía que le enseñaba su madre:

—Disculpe que no me haya presentado. Me llamo Javier Ayllón —se excusó con la institutriz, al tiempo que le ofreció los barquillos.

—Perdone, señor. Pensaba que conocía a todos los amigos de las señoritas en Valladolid. —La muchacha cogió uno como si no estuviera segura de comportarse adecuadamente.

Los barquillos pasaron a manos de las hermanas pequeñas que, enseguida, dieron cuenta de ellos. La institutriz no perdía de vista a Elena y a Javier.

—Ya sé su nombre —susurró al oído de la niña.

—¿Usted se llama Javier? —indagó sonriendo con cierta ironía.

—Sí.

—Ha sido muy gentil al comprar barquillos para mis hermanas y la tata.

—Siempre que puedo hago buenas obras con el fin de sumar puntos para el cielo.

A Elena se le escapó la risa.

—Le damos las gracias y deseamos que esta loable acción le ayude a superar años de purgatorio.

—Si alguna vez alcanzo el cielo, esperaré en la puerta a que usted llegue. —Javier se sorprendió de su propia temeridad. Con ella, las palabras surgían sin que pudiera controlarlas.

La institutriz estaba más pendiente de ellos que de las niñas.

—¿Qué edad tiene? —quiso saber Elena.

—Hoy he cumplido trece años… ¿Y usted?

—Doce. Mi cumpleaños fue el quince de agosto.

—¿Es de Valladolid?

—Soy de Madrid. Mi padre es militar y estuvo destinado aquí hasta hace dos años. Todavía tiene muchos amigos, por eso volvemos con frecuencia. ¿Usted de dónde es?

—De Málaga. Venimos todos los años para visitar a mi abuela y a mis tíos.

Las niñas y la institutriz los miraban con atención.

—Tenemos mucho público. ¿Le apetece que demos un paseo? —sugirió Javier en voz baja.

—Es usted muy atrevido —contestó riendo—. Ahora mismo, no. Sería un escándalo. Pero quédese con nosotras. Lo pasaremos bien todos juntos.

Las dos hermanas estaban muy excitadas por su presencia. Le hicieron un exhaustivo interrogatorio, y todos rieron ante la insistencia de Cristina al preguntarle si se casaría con Elena.

—Claro que nos casaremos —aseguró.

Elena le miró a los ojos. Existía entre ellos una comunicación ajena a las palabras. Javier supo que la niña buscaba en la mente de ambos la veracidad de la afirmación. Como si le preguntara, y se preguntase a sí misma, si era el hombre que esperaba.

La institutriz no estaba segura de hacer bien al permitir que aquel chico hablara tanto tiempo con las señoritas. Además, aunque charlaba con las tres, se veía que le interesaba Elena. Y a ella también parecía gustarle. Se sintió muy aliviada cuando vio aparecer a los padres por el paseo central del Campo Grande. Cristina y María Teresa corrieron hacia ellos. Eran una agradable pareja de treinta y tantos años. Ella lucía un vestido gris muy elegante y él llevaba el uniforme azul de caballería.

—Son mis padres —dijo Elena.

—¿Vendrá mañana al Campo Grande? —preguntó preocupado por no volver a verla.

Elena tardó en contestar.

—Intentaré llegar sobre las doce, pero no sé qué planes tendrán mis padres. Ahora, venga.

Lo presentó como un amigo de su primo Raúl. El padre le saludó con simpatía mientras que la madre, una estilizada señora con una cabellera rubia impresionante, comenzó un interrogatorio agradable, pero intenso. Quiso saber de dónde era, en qué trabajaba su padre, qué estudiaba y todas las demás cuestiones que las madres desean averiguar de los chicos que cortejan a sus hijas. Pareció gustarle que estudiara en el colegio San Estanislao de Kotska, de los jesuitas de Málaga, y dijo conocer a algunos profesores, cosa que le sorprendió. Javier pasó con ellos un rato entretenido. Cuando se despidió, estaba impresionado con toda la familia.

El resto del día fue triste y aburrido. Solo recordaba con luz y color los momentos vividos con ella. Temía perderla; la niña no había asegurado su encuentro al día siguiente.

Javier despertó muy temprano consumido por la impaciencia. Necesitaba estar con ella. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no correr hacia la calle. Su madre notó su nerviosismo y quiso saber qué pasaba. Javier se refugió en su cuarto. No quería que se preocupara y le prohibiera salir.

En el Campo Grande encontró a las niñas con la institutriz en la plazoleta del estanque. Las saludó y compró barquillos para todas. Anne Marie ya lo trataba con más simpatía. Cristina y María Teresa lo recibieron con entusiasmo y no pararon de jugar con él; sobre todo Cristina, que trepó a sus brazos y se negó a volver al suelo. Anne Marie las regañó:

—¡Señoritas! ¡Por favor! No pueden arrimarse tanto al señorito.

Abandonaron el estanque para dar un largo paseo por el parque. Las dos pequeñas aprovecharon un descuido para escapar entre los jardines perseguidas por Anne Marie. Elena y Javier se quedaron solos por primera vez. Caminaban muy juntos, casi pegados. Él era consciente de su cercanía. Su corazón comenzó a acelerarse.

—Nos vamos mañana a San Sebastián —anunció Elena—. Pero volveremos el domingo veintisiete por la noche y, si a usted le apetece, podríamos vernos el lunes —añadió sonriendo al ver su tristeza.

—¿Dónde quedamos?

—A las doce en las Moreras. Allí estaremos mejor. Apenas hay gente en esta época del año.

—De acuerdo… quiero que sepa que siento mucho que se vaya.

—¿De verdad lo siente? —curioseó, divertida, mirándole a los ojos.

—Sí. Me gusta hablar con usted. Es muy simpática.

—¿Y, por eso, nos compra barquillos? —Ella esbozó su sonrisa burlona.

A Javier le pareció la sonrisa más bonita que había visto nunca:

—Sí.

—Mi padre dice que todos los días se aprende algo nuevo. Nunca oí que, para hablar con una niña, un niño tuviera que comprar barquillos a sus hermanas y a la tata. —Y añadió con mucha guasa—: quizás si también les comprara barquillos a mis padres, le permitirían estar más tiempo conmigo.

La conversación era muy amena, parecía que llevaran años de amistad. Las palabras, banales, iban de uno a otro entrando en sus almas sin que nada lo impidiera. Javier tenía la seguridad de ser capaz de evocar en el futuro hasta la más pequeña mueca de la hermosa niña.

La institutriz y las hermanas se desviaron por la vereda que llevaba a la fuente de la Fama.

—¿Le gusto? —preguntó Elena con timidez, como si no estuviera segura de su respuesta.

—Mucho —contestó sin dudarlo un instante. Después, bromeó: —No sé cómo se ha dado cuenta.

Elena estalló en carcajadas.

—Lo supe cuando se arruinó comprando barquillos.

Y, con toda naturalidad, tomó la mano de Javier y continuaron el paseo con las manos enlazadas.

—Me gustó desde que la vi —Javier no cabía en sí de gozo al sentir la mano de la niña. Su piel, cálida y acogedora, tenía la suavidad de la seda—. Antes de verla, advertí su presencia. Cuando llegué al estanque capté algo muy intenso que no había percibido nunca. La presentía a usted.

Los ojos verdes de la niña penetraron los suyos y desapareció su sonrisa burlona. Ninguno de los dos rehuía la mirada del otro. Ella entró en su mente y lo inundó de felicidad. Había algo mágico en aquel momento. El tiempo se detuvo y sus rostros se acercaron. Sus mejillas llegaron a rozarse. Estaban hipnotizados, uno con otro. Para él solo existía la cara de Elena en medio de un mar de bruma. Fluía entre los dos un intenso sentimiento.

—¡Vais cogidos de la mano! —oyeron gritar a María Teresa. Había dado la vuelta corriendo desde la fuente de la Fama para alcanzar el Paseo Central por otro camino.

Los amigos pasean de la mano —replicó Elena, como si no le diera mayor importancia, pero se ruborizó y soltó a Javier al ver que llegaban Cristina y Anne Marie.

—¿Os habéis hecho novios? —insistió María Teresa.

—¿Novios? Si solo nos conocemos de un día.

—Pero ibais de la mano.

—Eso no tiene importancia. Javier, ¿quiere tomarnos de la mano a las dos?

Javier lo hizo y, así, fueron al encuentro de Cristina y Anne Marie. Cristina también quiso coger su mano, pero, como tenía las dos ocupadas, la subió a hombros con gran regocijo de la pequeña.

—Si quieren ustedes, también las subo.

Elena y María Teresa rieron.

—Es usted un sinvergüenza —bromeó Elena—. Menos mal que no nos hemos hecho novios. Me he dado cuenta a tiempo de la clase de hombre que es.

Javier quiso protestar, pero Cristina era muy exigente. Deseaba recorrer el parque con su nueva cabalgadura. Sentada sobre sus hombros, exigía galopar deprisa. Sus hermanas reían asidas a sus manos.

La institutriz iba detrás sin saber si debía intervenir. Las niñas se divertían, pero no tenía claro que la situación fuera decorosa. Siempre le habían dicho que las situaciones gozosas estaban cerca del pecado, y las señoritas se arrimaban demasiado. Aunque no pensaba que el muchacho albergara malas intenciones.

Los ojos de Elena brillaron con un fulgor especial cuando le sonrió al despedirse. A Javier le pareció el resplandor de una estrella. Mantuvieron unidas sus miradas hasta que desapareció en la frondosidad del Campo Grande.

La semana fue muy aburrida para Javier. El tiempo se hizo eterno. Contaba las horas, los minutos y hasta los segundos que faltaban para la nueva cita. Paseó, una y otra vez, por los lugares donde estuvo con ella, rememorando cada instante. Le pareció reconocer su olor en los senderos, y hasta pensó que el aroma de la niña se intensificaba en la plazoleta del estanque donde se habían conocido.

Todo lo que no fuera Elena dejó de tener sentido. La soledad embargaba su alma al recordar los instantes pasados con ella. Sentía la necesidad física de su presencia. Estaba en todos sus pensamientos, no podría vivir sin la esperanza de encontrarla.

El lunes corría por los soportales de Fuente Dorada en dirección a las Moreras. Era temprano, pero anhelaba volver a verla. Si las niñas aún no habían llegado, deambularía por la ribera del Pisuerga pensando en la mejor manera de decirle de nuevo lo mucho que le gustaba. Pasearon cogidos de la mano, lo que demostraba que no le era indiferente; aunque, quizás, ese hecho no significara nada especial para ella.

Las vislumbró en cuanto llegó a los primeros árboles. Era un grupo inconfundible: la institutriz, de azul marino y las tres niñas con alegres vestidos de verano. Corrió hacia ellas. Ya estaba muy cerca cuando vio a los tres andrajosos muchachos que las acompañaban. Podrían tener unos quince o dieciséis años. Uno sujetaba de un brazo a Elena mientras otro agarraba por la cintura a Anne Marie.

Cristina lloraba y María Teresa intentaba liberar a su hermana tirando de la camisa del joven que la retenía.

—Si me das un beso os dejamos —propuso el chico a Elena y amagó con besarla. Tenía la cara marcada de viruelas, el negro pelo rizado y sucio y una mirada siniestra.

Todos los ojos se posaron en Javier.

Macarras, pensó. Sabía que iba a tener serios problemas.

—Suéltala —ordenó al gamberro que la retenía.

Los tres eran mayores que él, más fuertes y, presumiblemente, pelearían mejor que un niño de trece años educado en un colegio de curas.

Elena lo miró con un destello de orgullo en sus ojos.

—¿Me vas a obligar tú a soltar a esta putita? —lo retó el mal encarado muchacho, muy divertido por la osadía de aquel renacuajo.

Javier no lo dudó; se lanzó contra él, le clavó el puño dos veces en la boca y lo tiró al suelo. Consiguió pegarle una fuerte patada en la cara antes de ser atrapado por los otros maleantes. Javier jugaba en el equipo de fútbol del colegio y estaba en buena forma, pero tenía las de perder en aquella pelea. Los dos gamberros lo golpearon con contundencia. Él respondía con puñetazos y patadas.

La primera vez que cayó a tierra, percibió que la institutriz y Cristina habían desaparecido. María Teresa cogió una piedra y la tiró, sin acierto, contra uno de los granujas; Elena golpeó con un palo la cabeza del otro. El macarra del suelo se levantó y la emprendió a puñetazos con él.

Javier recibía palos por todas partes. Cuando cayó por segunda vez pensó que lo machacarían a patadas, pero, milagrosamente, dejaron de pegarle. Llegaron dos trabajadores de una obra cercana alertados por la institutriz. El más fornido golpeó con una pala la espalda de uno de los gamberros y su compañero la emprendió a puñadas con los otros que escaparon corriendo.

Elena se sentó en el césped junto a él. Levantó su cabeza y limpió con su pañuelo las heridas del rostro. María Teresa se arrodilló al otro lado y tomó su mano. Estaba en carne viva por los puñetazos.

Javier quiso levantarse, pero se mareó en cuanto lo intentó. Elena hizo que se recostara en su regazo.

—Ha sido muy valiente —le dijo muy seria. Y, sin tener en cuenta que no estaban solos, apoyó sus labios sobre los de Javier durante unos maravillosos segundos. Ella tenía un sabor exquisito que le pareció recordar de algún momento anterior. La niña le infundió una intensa sensación de felicidad. Javier quiso agradecer aquel beso, la mejor experiencia de su vida, pero no le salieron las palabras.

M— María Teresa los miraba asombrada. Elena tenía sangre de Javier en sus labios y en la cara, aunque no hizo nada por limpiarse. Lo abrazaba, mirándolo con ternura. Sus ojos emitían una extraordinaria luz que prometía un futuro maravilloso para los dos.

Los trabajadores lo levantaron sin atender a sus leves protestas. Sólo deseaba seguir en sus brazos. En la calle pararon un carro y lo llevaron al hospital.

Durante el trayecto la buscó con la mirada hasta que perdió el conocimiento. Lo recobró cuando un médico lo examinaba. Enfocaba una luz sobre sus ojos mientras hacía preguntas que Javier no entendía. Poco a poco fue recordando, y consiguió decir su nombre y dirección antes de quedar inconsciente, de nuevo.

Lo atormentaron sueños perturbadores que rememoraban instantes de la pelea; después, llenó su mente el sabor de los labios de Elena. Le recordaba la fragancia de una fruta deliciosa que no identificó, aunque siempre tuvo su nombre en la punta de la lengua. En ese momento se tranquilizó, arrullado por una intensa sensación de bienestar.

Javier despertó acompañado por su familia. Sus padres, sus tíos y su abuela rodeaban la cama con semblantes de preocupación. Pasó ese día en el hospital y, al siguiente, le dieron el alta.

Tres días más tarde, cuando salió por primera vez a la calle, no encontró rastro de Elena. Recorrió todo Valladolid sin descubrir señales que revelaran su paradero. Volvió al hospital por si hubiera dejado algún mensaje, visitó los cuarteles preguntando por un capitán de caballería que tenía tres hijas muy bellas, pero tampoco obtuvo información. Incluso llegó a pensar que todo fue un delirio y había soñado a la maravillosa niña.

Cuando se fueron de Valladolid, en el tren de Madrid, estaba convencido de haberla perdido para siempre.

2 Comments on “El embrujo del Rif”

  1. Me parece muy interesante y te insto , Carlos, a que sigas escribiendo. No te quepa la menor duda , que como buen jinete de Caballería trasladaré y whasapearé (si se puede decir así) tu nombre y tu novela a los amigos y colegas. ah, se me olvidaba, también compraré tu novela.
    Y espero que algún dia , no muy lejano, te vea en la feria del libro de Madrid y me dediques la novela.
    Un fuerte abrazo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies